Por lo que es de la época moderna, pobreza y esclavitud, en mi opinión, no resultan tan estrechamente vinculadas como podría parecer. Dentro del marco legal, el esclavo no puede poseer bienes y desde este punto de vista podremos considerarlo como pobre. Pero esta pobreza no será, a mi parecer, lo que más profundamente hace de él un marginado sino más bien el propio estatuto de esclavo que, entre otras discriminaciones, le excluye terminantemente de un pilar fundamental de la sociedad: la transmisión de la herencia (cf. Testart 1998). Si examinamos la otra punta de la cadena amo-esclavo, se ha escrito repetidas veces, sobre todo a propósito de la América Latina colonial, que existían muchos propietarios pobres entre los que poseían esclavos (muchas veces una o un solo esclavo). Este es el punto de vista del rico, si puedo decirlo así, del que posee mucho más que este « pobre » dueño, sea miembro de una capa superior de la sociedad ibérica moderna o sea, quizás, investigador contemporáneo. Pero desde la perspectiva de los verdaderos pobres, los que no poseen nada, la persona que tiene un esclavo es detentora de un caudal que puede convertir en liquidez vendiendo el esclavo u otorgándole su libertad contra el pago de una cantidad muchas veces superior al valor de uso del que está privado de libertad (estos casos abundan en los archivos), aunque hay que resolver la contradicción de cómo podían rescatarse unos seres que teóricamente no poseían nada. Esta y otras cuestiones que nacen de la confrontación de los términos dentro del triángulo amo, esclavo, pobreza-exclusión-marginalidad son las que estudiaré aquí.